Antonio González. Cuando ver es perder.David Barro
La pintura de Antonio González se alimenta de una contradicción: nunca semeja suficiente y, paradójicamente, siempre es un poco excesiva. Seguramente porque su obra es una suerte de pensamiento directo e intuitivo que se resuelve en términos de gestión del espacio pictórico. Hablamos de una pintura que resiste, que aparece y desaparece. Como espectadores debemos abandonarnos a ella, precipitarnos sobre ella. Es la pintura como abismo, como revelación imposible. En ella siempre hay algo que se nos escapa.
En palabras de Georges Didi-Huberman, —cuando ver es perder—. Como si las formas viviesen condenadas a su extinción, permaneciendo, sin embargo, al cerrar los ojos. Una pintura latente, que emerge sin permitirnos acceder al misterio.
Pienso en unas palabras de Rilke: —El todo nos colma. Lo ordenamos. Se desintegra. Lo volvemos a ordenar y nos desintegramos nosotros mismos. ¿Quién nos ha volteado así, para que hagamos lo que hagamos, mantengamos la actitud de alguien que se va?—. En la pintura de Antonio González cada acercamiento significa efectivamente un alejamiento. Como en el cine de Andrei Tarkovski, el avance es siempre hacia lo desconocido. En sus obras cohabitan distintos grados de intimidad, pero también una tensión brusca, equilibrada en su desequilibrio. Antonio González invita al encuentro con la materialidad de la pintura, buscando la experiencia, la fisura perceptiva. Es una pintura de pausas, de fragmentos. De apariencia improvisada, trabaja escasos elementos que combina y repite, insistiendo en ellos para hablar sobre la pintura y el acto de pintar. Son imágenes rápidas, que no evitan el defecto, sino que asumen las protuberancias del proceso acumulativo de la pintura como lugar para la evidencia de lo ágil de la construcción de la imagen.
Mientras, el color remarca la tosquedad pretendida por una pincelada que, cada vez, se concibe más ancha, pero también más vibrante, y brillante. Efectivamente, en sus últimos trabajos, el brillo del esmalte sintético sobre el papel mate provoca nuevas sensaciones. El artista asume que la pintura industrial, presente en prácticamente todos los espacios de nuestra vida, reafirma una suerte de extrañeza y cercanía del existir. Pero la suya es una pintura intranquila, ajena a significados concretos aunque capaz de construirse con un vocabulario singular a partir de la simplicidad reiterativa de las formas y sus modos de ocupar la superficie. Porque Antonio González no nos impone un lenguaje, pero nos introduce en una compleja conversación con este. Se trata de auscultar y escrutar un espacio, un campo de tránsitos y fugas, de paréntesis, de ausencias. El proceso se concibe así como búsqueda, como pregunta, como propuesta más que como afirmación. Pienso, otra vez, en Tarkovski y en cómo escribe en sus diarios lo siguiente: —no habría podido vivir sabiendo lo que la vida tenía guardado para mí. La vida perdería el sentido… Si pudiera saber con seguridad lo que me va a suceder, ¿qué significado tendría todo esto?—. Y en esa tesitura entiendo que anda Antonio González. Como en un poema, en su pintura tiembla lo posible; la imagen se intenta anunciar, se concentra hasta suspender el sentido y conformar un lugar propio. Como quien pinta desde el interior de la superficie, Antonio González semeja ser incapaz de distanciarse de una serie de motivos, de obsesiones, de imágenes.
Entiendo, por tanto, que todo esto no debe andar lejos de lo reclamado por Bergson en Materia y memoria, donde sostiene que las cosas no son en sí mismas, sino que son imágenes que se tornan visibles según se vean, es decir, desde la posición del que observa. Así, todo se vuelca hacia nuestro cuerpo. La naturaleza de la imagen que pinta Antonio González no es la misma que la que nos habla como espectadores. Porque como reflexionó Benjamin, en lugar de un espacio que el hombre trama con su consciencia, presenta otro tramado inconsciente, el que se muestra ante quien mira, ante la mirada del que espera. Para el espectador la relación con la imagen no es estratégica, sino accidental. De ahí que, como escribí en otra ocasión, entiendo que su pintura se proyecta desde lo simple, aunque en sus gestos laten los restos de un drama. Todo semeja quedar suspendido, aunque cierta incógnita trágica transita por la superficie. Aún cuando se expresa desde los colores vivos se trata de una pintura oscura, asfixiante. Como si se definiese desde lo oscuro, como un relato de Maurice Blanchot, desorientándonos en su variabilidad al albergar otro tiempo, el de la experiencia de conformación de unas formas volcadas a lo desconocido.
Las tensiones cromáticas y volumétricas que logra Antonio González hacen de su pintura una suerte de murmullo, a veces un grito. Pausas y fragmentos que convierten su pintura en una escritura incómoda, en un lenguaje que exige un esfuerzo interpretativo que se aleje de la contemplación irreflexiva. Es la poética de merodear por la imagen, de proponer un lenguaje que no acabamos de reconocer ni descifrar. Todo adquiere un matiz especular, aunque Antonio González parte de lo más próximo a modo de punto de partida. Se trata de ordenar el azar, de sujetar lo errático. El ritmo, la armonía de una mirada siempre en desplazamiento, nos transporta a otra realidad, la poética, donde el decir es imposible. En la pintura de Antonio González perseguimos un objetivo sin saber muy bien cuál es. Porque esta es una pintura de ejecución rápida y serendípica, pero de recepción lenta; irregular y aparentemente precaria, pero decidida, actuando desde lo simple para valorar lo cromático, lo compositivo y lo gestual. Todo es producto de una mirada tensa.
Cuando la búsqueda es más importante que el encuentro y cuando la fuerza retórica del secreto lo es más que la propia ontología del secreto, emerge la pintura de Antonio González como un abismo que invita a ir más allá, convocando una atmósfera, un campo de huellas y posiciones ocultas, sin certezas. Pero no se trata de un juego solitario, ya que como señaló Perec en La vida, instrucciones de uso, —cada gesto que hace el jugador de puzle ha sido hecho antes por el creador del mismo—; se trata de un espacio de promisión, una pintura que se sabe permanentemente insatisfecha, consciente de la dificultad de entenderse como acontecimiento, de significarse pintura, de liberarse.
—David Barro